por Pedro Ibáñez*
La imposibiliad del olvido abrigó los últimos años de Manuela Sáenz, quien falleció el 23 de noviembre de 1856, para legar a las posteriores luchas latinoamericanas la inspiración que ofrece su archivo epistolar, con influjos literarios y políticos, donde están patentes, especialmente, el amor y la lucha por la independencia.
Documentos como el Diario de Quito, Diario de Paita y otras cartas de la correspondencia entre Manuela y el Libertador Simón Bolívar evidencian las emociones, pasiones y ansias que signaron una relación de amor rayana en lo poético y verdaderamente heroica.
“Hoy se me hace preciso escribir por la ansiedad. Estoy sentada frente de la hamaca que está quieta como si esperara a su dueño. El aire también está quieto; esta tarde es sorda. Los árboles del huerto están como pintados”, expresa con melancolía un fragmento del diario escrito en el puerto de Paita, Perú, donde vivió desde 1835 luego de su exilio.
Su permanencia en el norte de Perú, fue resultado del destierro de Colombia y la confiscación de sus bienes, —por considerarla conspiradora al manifestar su apoyo al pensamiento bolivariano—, luego de la muerte de Simón Bolívar en 1830, situación que la llevó a Jamaica, país donde planificó su retorno a Ecuador, que no le fue permitido.
La “Libertadora del Libertador”, quien nació en Quito el 27 de diciembre de 1797, reflexionó en sus últimos años sobre la obra de Bolívar, a quien refería como Su Excelencia (S.E), y pudo caracterizar lo que fueron sus vidas. “Los dos escogimos el más duro de los caminos”, y de éstos comprende cuáles fueron los factores que condicionaron su propia historia.
“A más del amor, nuestra compañía se vio invadida por toda suerte de noticias; guerra, traición, partidos políticos, y la distancia, que no perdonó jamás nuestra intimidad”, escribe con fecha domingo 27 de agosto de 1843.
No con la misma melancolía, pero sí con mucho rubor y alegría, Manuela en su Diario de Quito, narra cómo la vio por vez primera el Libertador, en su entrada triunfante el 16 de junio de 1822 a la mencionada ciudad, momento en el que ocurre la anécdota de la corona de rosas que le lanza ella desde un balcón.
“La arrojé para que cayera al frente del caballo con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca, justo en el pecho (…) Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados (…) esto fue la envidia de todos, familiares y amigos, y para mí, el delirio y la alegría de que S.E. me distinguiera de entre todas, que casi me desmayo”.
En aquellos años previos antes de morir de difteria, Manuela se dedicó a la venta de tabaco, recordaba aquellas luchas y traiciones que plasmó en su diario y recibió las visitas de Simón Rodríguez, el militar y político italiano Giussepe Garibaldi y Herman Melville, autor de la novela Moby Dick.
La bella dama que incendió el corazón del Libertador
“Mi estimada señora, ¡Si es usted la bella dama que ha incendiado mi corazón al tocar mi pecho con su corona! Si todos mis soldados tuvieran esa puntería, yo habría ganado todas las batallas”, le dijo Simón Bolívar a Manuela, luego de recibir sus disculpas y mirarla “fijamente con sus ojos negros, que querían descubrirlo todo”.
Ese todo lo halló el Libertador en su compañera, quien se incorpora a la guerra, haciéndose jinete e incluso servirse de armamento para acompañarlo en la campaña, lo que evidenció su arrojo y cualidades muy distintas a las que se esperaban, por parte de la sociedad de entonces, de una mujer. “Nada había en las mujeres que no fuera hablar, coser cadenetas y bordados de encajes. Yo, mientras tanto, leía”.
Sin embargo, la distancia se impuso de forma intermitente y definitiva. Primero durante una permanencia en Lima y luego en Bogotá, donde Manuela salva a Bolívar de un asesinato (1828) al facilitarle la huida por una ventana del Palacio de Gobierno, acción por la que le llama “La Libertadora del Libertador”.
Se verían por última vez el 11 de mayo de 1830, despedida registrada en una carta del Libertador. “Tengo el gusto de decirte que voy muy bien, lleno de pena, por tu aflicción y la mía, por nuestra separación”.
Gran parte de esta correspondencia junto a las pertenencias de Manuela fueron incineradas junto a su cuerpo hace 158 años para evitar la propagación de la enfermedad, luego puestas las cenizas en una fosa común, de la que traerían sus restos simbólicos a Caracas, el 5 de julio de 2010, en una ceremonia histórica con los presidentes de Venezuela, Hugo Chávez, y Ecuador, Rafael Correa.
Juntos otra vez, Manuela y Simón reposan en el Panteón Nacional, cumpliéndose así una vez más el perenne anhelo de Bolívar de estar con su Libertadora, como lo dice una de las tantas cartas sin fecha escrita en aquellas intermitencias de la guerra que los separaron eventualmente:
“Yo no puedo estar sin ti, no puedo privarme voluntariamente de mi Manuela. No tengo tanta fuerza como tú para no verte: apenas basta una inmensa distancia; te veo aunque lejos de ti. Ven, ven, ven luego”.
*Periodista venezolano. Editor jefe en la Agencia Venezolana de Noticias (AVN)
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